La primera vez que tomé ácido

La primera vez que tomé ácido…

El piso se movió y necesité abrazarme a una columna para que la tierra no me tragara. También escuché la música fundirse en mi cerebro como plástico derretido. Aguas termales me sacaron la piel y la reemplazaron por seda. Mis manos se volvieron transparentes y pude ver serpientes en mis venas. En el cielo de la noche, divisé un millón de estrellas y a la vía láctea desplegarse sobre un manto negro que cubrió el universo duplicado como espejo.     

La primera vez que tomé ácido…

Seduje a una rubia prohibida que se escapó tras un beso de deseos reprimidos. Me extravié en la miel resbalosa de un contorno de avispa mientras recorrí con los dedos los peligros del placer y sentí el pinchazo en la profundidad de la carne. Una mirada cargada de sexo se diluyó como erecciones perdidas en pantalones de diseño. Lentamente desnudé mi cuerpo y lo froté contra la suavidad de una rojiza medusa color papel perdiéndome en un éxtasis que se extendió lo que tarda el mundo en explotar y en crearse de nuevo.

La primera vez que tomé ácido...

Respiré tan hondo que me sumergí en mi interior buceando a través un mar de colores y, al exhalar, el aire se transformó en humo fundido en el éter. En un instante lo tuve todo y lo perdí a la vez. La imaginación lo tomó prestado y lo desechó como una niña caprichosa. Me quedé flotando mientras el planeta estallaba, tan desprendido, que el odio del mundo se volcó hacia mí.

La primera vez que tomé ácido…



Reí a carcajadas. Me convertí en maestro zen. Salté al vacío. Paranoiquié. Expandí mi conciencia. Me achiqué. Tuve miedo. Lo superé. Me mire al espejo. Me re cagué. Las pupilas se adueñaron de mis ojos, pero bajé. Lo compartí con amigos. También con mi ex. Cada viaje fue único. Y les chamuyé. Esto no fue una sola vez. Fueron alrededor de diez (ponele). 

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